Carlos Lesmes Serrano, presidente de la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional ha publicado en Expansión un interesantísimo articulo sobre la eterna pugna entre Libertad y Seguridad. La segunda parte, unos días después. No me resisto a la tentación de reproducirlo.
En su tratado sobre la naturaleza humana –Leviathan- Thomas Hobbes nos advertía que siendo el hombre un lobo para el hombre sólo podría alcanzar la felicidad si de forma eficaz era capaz de protegerse de cualquier clase de intromisión de los otros en nuestra propiedad o integridad personal. Quizá explica esta reflexión del filósofo inglés el entusiasmo con el que en los últimos tiempos se están implantando los sistemas de videovigilancia en organismos públicos, empresas, centros comerciales, comunidades de vecinos, centros hospitalarios e incluso en las vías públicas. A nadie se le escapa, sin embargo, que la captación de nuestra imagen y su tratamiento posterior puede suponer una seria intromisión en nuestras libertades públicas.
Ciertamente con estas captaciones se compromete el derecho a la intimidad y a la propia imagen, libertades reconocidas en el art. 18.1 de la Constitución, pero también nuestro derecho fundamental a la protección de datos personales (art. 18.4) pues la imagen y la voz captadas por dichos sistemas proporcionan información sobre nosotros a terceros, y esa información puede ser tratada, manipulada o cedida escapando a nuestro control. No olvidemos que nuestro sistema constitucional de libertades nos reconoce el derecho fundamental a disponer y controlar nuestros datos personales (sin duda también nuestra imagen y nuestra voz como expresiones de nuestra personalidad), decidiendo cuáles de esos datos proporcionar a un tercero, sea el Estado o un particular, o cuáles puede este tercero recabar, permitiendo también saber quién posee esos datos personales y para qué, pudiendo oponernos a esa posesión o uso.
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Estos poderes de disposición y control sobre los datos personales se concretan jurídicamente en la facultad de consentir la recogida, la obtención y el acceso a los datos personales, su posterior almacenamiento y tratamiento, así como su uso o usos posibles, por un tercero, sea el Estado o un particular. Y ese derecho a consentir el conocimiento y el tratamiento, informático o no, de los datos personales, requiere como complementos indispensables, por un lado, la facultad de saber en todo momento quién dispone de esos datos personales y a qué uso los está sometiendo, y, por otro lado, el poder oponernos a esa posesión y usos. Así lo dijo con toda rotundidad el Tribunal Constitucional en su sentencia 292/2000, de 30 de noviembre, al fijar el contenido esencial del derecho fundamental a la protección de datos personales.
.Pero la realidad cotidiana nos enseña que las cosas no suceden realmente así. Nuestra imagen es captada en numerosos espacios públicos y privados sin que nadie nos pregunte si estamos o no de acuerdo con este hecho, ni nos informen sobre el uso que se hace de ellas, ni si son guardadas o no, o por cuanto tiempo.
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Ciertamente se nos dirá que las libertades y los derechos fundamentales tienen límites. Lo tiene el derecho a la intimidad y a la propia imagen, y lo tiene sin duda también el derecho a la protección de datos. Su frontera viene trazada en ocasiones por el respeto a otros derechos y libertades fundamentales o para salvaguardar bienes y valores constitucionalmente protegidos. Así ocurre cuando nuestro derecho a la intimidad o a la propia imagen cede ante la libertad de expresión o información de otros. Lo mismo ocurre en ocasiones con el derecho a la protección de datos. A nadie repugna, y el Derecho lo permite, que determinados datos personales salgan publicados en un periódico en el contexto de una información u opinión expresada en dicho medio.
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Tratándose de sistemas de videovigilancia el valor constitucional que justifica la intromisión –el límite a la libertad- es sin duda el de la seguridad. Pero la seguridad debe ser entendida en el mejor de los sentidos posibles: como garantía de la libertad de los demás, lo que permitirá determinar su alcance y contornos esenciales.
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Pero ¿hasta donde debe llegar el límite a la libertad y quien debe fijarlo?La Ley Orgánica 4/1997, de 4 de agosto, regula la utilización de las videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos, advirtiendo expresamente que tiene el propósito de fijar las garantías precisas para que el ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en la Constitución sea máximo y no se vea perturbado con un exceso de celo en la defensa de la seguridad pública. Los principios de idoneidad e intervención mínima sirven para urdir en esta Ley la trama fronteriza entre la libertad y sus límites. Pero esta norma se ciñe a las captaciones obtenidas por videocámaras en espacios públicos, abiertos o cerrados, realizadas por los cuerpos y fuerzas de seguridad. No se trata, por tanto, de una norma integral que pretenda dar un tratamiento completo a las captaciones audiovisuales con fines de vigilancia en espacios públicos o privados, siendo su objeto limitado. Tal Ley integral no existe.
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En su ausencia, ha sido precisamente en el ámbito específico de la protección de datos personales donde las Administraciones competentes (Agencia Española de Protección de Datos y Agencia de Protección de Datos de la Comunidad de Madrid) han tratado de suplir a través de sus Instrucciones ese vacío normativo. Pero esta respuesta desde el poder público es claramente insuficiente. Los límites de las libertades civiles, aún estando justificados, no pueden ser establecidos por la Administración, aunque a esa Administración se la califique de independiente del poder político representado por el Gobierno. Ello sin perjuicio de que se le puedan conferir facultades de concreción en la ejecución de la Ley. En un sistema democrático sólo la Ley, como expresión máxima de la soberanía, ponderando los bienes jurídicamente protegidos y respetando el principio de proporcionalidad, podrá autorizar, al menos en sus líneas esenciales, el establecimiento de medidas restrictivas de un derecho fundamental. Y será también la Ley la que determine el punto de equilibrio entre la renuncia a una cierta cantidad de libertad a cambio de alcanzar una mayor seguridad y confort social. Para los jueces reservamos la tutela última de tales derechos y libertades.
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En definitiva, si hemos de invadir la privacidad de los ciudadanos mediante el establecimiento de sistemas de vigilancia con videocámaras que lo sea por razones justificadas, con amparo en una norma con rango de ley que autorice la intromisión y fije sus límites, y con sometimiento a un control final de los jueces.
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